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¿Qué tesoro guardan los ojos de tus pechos?
¿Cuántos nombres viven en su alma?

Dime, con cualquiera de tus labios,
los nombres que tu silencio esconde.

Por favor, que el mío sea uno de ellos…
Aunque los demás me azoten

Mientras,
mi lengua le cantará a los ojos de tus pechos.

María Mónica Sosa Vásquez.

El dictador
María Mónica Sosa Vásquez

 

Escalas sobre sábanas lizas que nunca doblas.
Te escurres por cada poro,
como arena entre los dedos y te escondes en cráteres como piedra tímida.

Nos encarcelas en la casa de los números tatuados.
Fríos,
                        exactos,
                                                           metálicos.

¡Dientes furiosos!,
¡sudores hartos!,
¡justicia anémica!

¡Muerte al dictador!

Te cuidaré, paloma. 

Seguiré tu vuelo.

Y Si caes,
          tenderé los brazos
para arrullarte con viejas baladas.

Vaciaré los besos de mi boca
y mi aliento,
               será la brisa de otro día.
Saldrá del este el mismo sol,
con brillos que bailan y se abrazan

Abre las alas, paloma.
Vuela y acaricia al cielo que te extraña.
Dibuja allí tu sonrisa,
          para que la vea y me vea.

Mi último canto es que no correspondo olvidos,
que lo que marca, marcó y no se borra.
           ¡Ah, pero las aves…!
Ellas qué saben de memorias.

Vamos, vuela, palomita… 

 

Mónica Sosa Vásquez.

—Es difícil entenderte. 
—No todo se trata de entender. —dijo y entrelazó sus dedos con los de él, quien, por mirarla tan profundo, había naufragado. Quería pedirle que se explicara pero sabía que ella terminaría haciéndolo —No es fácil, pero así quiero que sea. Dejar de preguntarme el por qué y cómo de todo. Es como el aire… —Él la observó fascinado, le encantaban las metáforas que se le ocurrían. Pensaba que en ellas se encerraban revelaciones que seguirían siendo un misterio para la raza humana, excepto para él.—El aire…— repitió Lucía mientras alzaba su mano derecha y movía sus dedos para sentir la liviana brisa. Parecía que las nubes estaban a unos cuantos centímetros más y se estiro como si quisiera robarlas para metérselas en las bolsas del vestido y darle una a Tomás, junto con un beso.—Siento el aire. Sientes el aire. Nos gusta el aire y no nos importa de que esta hecho o tal vez sí pero no en este preciso momento. Por ahora sólo queremos sentirlo en nuestra cara, dejar que nos acaricie mientras estamos así, acostados sobre esta pradera olvidada, uno frente a otro. —Aquello lo hizo suspirar. 
—No tienes idea de cuantos suspiros me has hecho dar. —río y le besó la mano. Ambos miraron al cielo de nuevo y él alzó la mano como ella lo había hecho hace unos momentos. Se escuchó el canto de un pájaro.
—¿Crees que sea un ruiseñor? —preguntó Lucía.
—Tienen fama de ser buenos cantores ¿verdad? —Ella asintió con una sonrisa mientras se acercaba para besarle la frente. —Será un ruiseñor si quieres que lo sea…—
—Entonces, es un ruiseñor —dijo satisfecha, tomó el brazo de Tomás y se lo colocó alrededor.
—No puedo creerlo… —Ella lo miró, esperando a que él continuara —Estar así…—tragó saliva—El que estemos así después de lo que pasó. Creí que te había lastimado y que después de todo no querrías verme de nuevo. —
—Me has lastimado —le dijo con los ojos llenos de agua temblorosa. El volteó la cabeza y vio una lágrima se arrastraba por la cara de Lucía.
—Perdón, perdón… —dijo y continuó suplicándole mientras le limpiaba las lágrimas y se sentaba. —Me siento terrible— se masajeó la sien.
—Lo sé— dijo ella aguantando la respiración “¿qué tramas, Lucía?” se preguntó Tomás. —Mira, es algo que nunca haría. No podría hacerlo…— dijo sentada y sosteniéndole ambas manos. —Pero yo no soy tu, ni tu eres yo. Nos queremos— el desvió la mirada y ella la buscó — solo que de diferente manera. —Todos han querido formarnos una idea de lo que es el amor y lo hacen tieso. No lo dejan ser libre…— El la miró queriendo entenderla— Nosotros tenemos que dejarlo ser libre. No seguir lo que nos dicen… Vivirlo como nos nazca. No me enojaré contigo por vivirlo como te nace— le dio un beso y pasó una parvada que, a lo lejos, parecieron puntos negros bailando en la inmensidad del cansado sol de la tarde de un verano que llegaba a su fin.  

Mónica Sosa Vásquez.

Conozco varias personas a las que les encanta la literatura más allá de leerla, pero sienten
que no vale la pena escribir porque, según ellos, no tienen nada que decir.
Respeto su opinión y la decisión de abstenerse de la pluma hasta que verdaderamente sientan la necesidad de recurrir a ella. 

En lo personal, tengo una opinión diferente… Creo que siempre tenemos algo que decir.
Tal vez no les interese a todos, quizá a casi nadie, pero si cada día tenemos vivencias que acarrean sentimientos y enseñanzas ¿cómo puede ser posible que no haya nada que decir?

Han existido grandes artistas que tratan de captar parte del mundo, de esa realidad
y época que les tocó vivir. Mientras otros vuelan y nos brindan ficciones que pueden
ser tan reales y verdaderas como queramos ¿A caso no hay nada que quieras captar?
¿Algo que no quieras que se olvide por lo importante que te parece? ¿No quieres
compartir tus sueños y utopías? De aquí pueden brotar millones de preguntas que
provocan al convencimiento.

Puede ser que no vayas a cambiar el mundo, pero puedes sembrar un semillita en algunas personas. Te sorprenderás cuando te des cuenta que al menos en una lo harás, tenlo por seguro, y esa eres tú. A través de las letras escritas por la mano propia uno descubre más sobre sí mismo, escarba y explora una cueva maravillosa, un pozo sin fondo que nunca termina de asombrarlo.

Al menos yo, no podría privarme de la satisfacción que me brindan las infinitas combinaciones de las 27 letras del alfabeto con su rigurosa ortografía, gramática compleja, las distintas caligrafías, etcétera.

Los invito a escribir, aventúrense… 

Mónica Sosa Vásquez.

No todos los cabellos bailan libremente con la brisa.
Se resisten porque creen que es rebeldía y le temen a esa palabra por los efectos secundarios de su significado.  Dicen que contiene demasiada libertad, pero, algunos sabemos que a la libertad se le llama rebeldía cuando las personas la vetan

Los prejuicios visten las acciones y los sentimientos más naturales y puros, de vergüenza. 
Es por eso que muchos no entienden el amor. 
No seré la experta, pero he amado. He dado un sorbito de lo que es
y puedo compartirles el sabor que ha dejado en mi vida…

Para él no hay color, edad, estatura, sexo, ni impedimento alguno. 
No tiene límites, esos los ponemos nosotros.
Por eso tenemos tantas broncas, pero no importa porque para todo hay solución, 
y para la desigualdad, el amor es la respuesta. 
Con el transformaremos el mundo.

Mónica Sosa Vásquez.

Nunca nos importó el dinero. Sólo necesitaba hojas y plumas mientras tú, pinturas y brochas.
El vestido, alimento y lo demás dependían de la suerte del día, por lo que nunca los tuvimos asegurados pero ¿qué más da? Siempre nos gustó lo incertidumbre.

Suena muy poético, pero nosotros sabemos lo mucho que  padecimos…
¡Cómo olvidar aquel calor sucio en el que nos abrazamos mientras llorabamos las horas!
Aunque quizá, ellas nos lloraban!

Pero nadie nos obligo, así lo quisimos e hicimos. Abrimos con desesperación nuestras jaulas para escapar. Gritamos “¡Arte y libertad!” y henos aquí… Sin arrepentirnos, ni de lo que nos deparó el entonces futuro, ahora presente.

Sonreímos; tu, sentado en el arrabal con los cuadros expuestos retratando realidades y utopías, y escribiendo en las esquinas de las servilletas y en las hojas de los árboles para después llevarlas de editorial en editorial. Vivimos bajo el mismo domo que los infelices, ricos y reprimidos, la diferencia es que el “hubiera” no esta en nuestro vocabulario.

Ellos lloran en su palacio y nosotros reímos en nuestra choza, ¿qué importa? Al final, a ambos nos espera la tumba.

 

Mónica Sosa Vásquez.

Prefacio (Capítulo inédito 1)

Diégue salía furioso del departamento tras aporrear fuertemente la puerta de madera barata.
Bajó las escaleras con desesperación y al encontrarse fuera del edificio, sobre la Rue des Annelets, gritó tensando y contrayendo su cuerpo de manera que sus venas se delinearon como las raíces de un árbol. Las personas a su alrededor se asustaron y al verlo respirar como un toro acorralado, se alejaron. Diégue estaba harto de la esclavitud a la rutina, responsabilidad y vida de pareja. Amaba a Jean, realmente lo hacía pero por egoísta que sonara, se amaba más a sí mismo y al prometedor futuro que había creado en su mente a base de sueños. No estaba seguro de como podía estar junto a Lorraine en aquel departamento sucio y viejo cuyos aromas y tapices se enfermaban.
Sin duda alguna la quería o eso creía, pero lo que sea que sintiera, no era suficiente como para dejar atrás a su motor. No podía renunciar al jazz para vivir la vida que Lorraine deseaba.
A pesar de que hubo un momento en el que creyó que a su lado podía ser quien quisiera. Definitivamente estaba equivocado, no podría dejar de ser quien era. Si nunca lo logró por el mismo, menos por alguien más…

Jean no estaba en los planes de ninguno pero sucedió y Diégue nunca pensó en privarlo del derecho a la vida, a pesar de que Lorraine lo sugirió porque temía que Diégue la abandonara pues conocía sus ritmos y sabía que ella podría manejarlo pero él no. La consciencia de Diégue tuvo un papel importante en este caso, como casi nunca lo tuvo en su vida, e hizo una promesa de fidelidad a ella y a su hijo, pero este día la rompía… Diégue lloraba en la esquina de la cuadra del departamento cubriéndose el rostro hinchado y rojizo con las manos y dejando escapar algunos sollozos adoloridos.  

En la habitación de tapices con rombos azules, la tenue luz tintineaba logrando iluminar una cama destendida. Las sábanas que antes habían enredado sus cuerpos desnudos y escuchado las pláticas de media noche ahora se encontraban revueltas con ropa de Diégue que lanzó en su furia al amenazar, una vez más, con irse del departamento. En la esquina izquierda había una cuna de madera clara maltratada por los años. Sobre el suelo, un espejo partido en mil pedazos, unos grandes y otros apenas visibles. A lado de aquel rompecabezas se encontraba Lorraine hincada y sosteniendo a Jean en los brazos. El niño lloraba cada vez más fuerte y ella intentaba consolarlo cuando ni ella podía consolarse a sí misma.

Diégue estaba arrepentido de lo sucedido y maldecía con coraje su temperamento impulsivo. Regresaba hacia el departamento pero al encontrarse en la entrada, retornaba a la esquina. Las cosas habían estado así de mal durante un tiempo y sabía que seguirían de ese modo. Su hijo no tenía la culpa, y la verdad es que, tampoco Lorraine. El problema era él y a pesar de que sufría por ello, no estaba dispuesto a hacer lo necesario para arreglarlo. Tenía sólo veinte años, quería vivir y haber dado un gran paso con zancos significaba comerse parte de su vida. Una parte que toda la adolescencia estuvo desesperado por vivirla.

Tras pensar una vez más aquella idea con la que combatía cada noche, se rindió. Caminó hacia el departamento decidido, respiró hondo y entró. Subió con pasos lentos las obscuras escaleras deslizando hacia arriba la mano por el barandal metálico y frío. Escuchó que Lorraine cantaba algo pero no se entendía por lo quebradiza que estaba la frágil voz que intentaba ser dulce para arrullar a su hijo, pero aun así, destilaba un profundo dolor.

Diégue se asomó por el espacio entreabierto de la puerta y pudo ver que aún permanecía hincada y se balanceaba suavemente hacia adelante y atrás. La pobre luz le permitió ver las relucientes y cristalinas lágrimas que caían por su rostro. Aquella escena lo conmovió pero no lo suficiente para cambiar de opinión. Entró a la habitación sin mirar a Lorraine y en silencio, sacó una mochila debajo de la cama y metió en ella las prendas que yacían sobre las sábanas.

Lorraine lo observaba con los ojos hartos de llorar, las mejillas empapadas y  la quijada temblorosa. Dean por fin se había dormido y no se escuchaba absolutamente nada más que algunos sollozos que ella intentaba controlar, pero resultaba imposible. Diégue esquivaba su mirada aunque sentía su peso sobre él. Los mechones rubios de Lorraine permanecían pegados a su rostro y no tenía fuerzas para quitárselos.

Diégue no quería despedirse de ellos pero era necesario. Se iba y para siempre…
Se hincó e intentó acariciar a Lorraine pero ésta lo detuvo bruscamente con su mano. Diégue suspiró resignado, le dirigió una mirada a Jean, quien parecía un angelito, y lo besó en la frente.
Lorraine entendió todo a la perfección, no dijo ni hizo nada al respecto. Estaba cansada de haberlo hecho tantas veces, incluso le sorprendía que aún tuviera lágrimas para derramar.

Cuando Diégue salía por la puerta y le daba la espalda, Lorraine observó su reflejo distorsionado por los añicos del espejo y se sintió más destrozada que ellos. Diecinueve años, sola, con un bebe en brazos y el corazón roto… ¿ahora, qué haría? A pesar de que aún no sabía la respuesta a aquella pregunta, supo que ahora la fortaleza tenía que apoderarse de ella. No le quedaba de otra, ya no se trataba de ella sino de su hijo, Diégue, a quién a pesar de todo, incluso contra su propia voluntad siempre querría. Diégue volteó hacia ella y tomó el estuche negro que estaba a la izquierda de la puerta pero tras observarlo un momento, lo asentó sobre el suelo y lo abrió dejando a la vista una reluciente y rústica trompeta dorada con sus iniciales grabada en negro sobre la base. Entonces abrió la mochila negra, el sonido del zipper hizo que Lorraine cerrara los ojos por un instante, y sacó un sobre que besó y después asentó sobre el instrumento. Finalmente salió por la puerta, la cerró con delicadeza y bajó las escaleras dejando resbalar su mano por el barandal metálico. Antes de salir del departamento, observó por última vez el lugar y recordó cuando se mudó con Lorraine. Los besos apasionados que alimentaban la desesperación de llegar a la habitación y arrancarse las prendas. Entonces, salió del edificio y caminó por la angosta y eterna calle hasta alejarse tanto y parecer solo un punto negro a lo lejos y a final de cuentas, desaparecer de una buena vez por todas del panorama y de las vidas de Lorraine y Jean. 

Mónica Sosa Vásquez

Nota: Este capítulo iba a ser el primero de «Le trumpet de Eiffel» (Novela de mi autoría que me encuentro editando) pero finalmente fue eliminado por cuestiones de gusto. Se los comparto, esperando que les agrade.

Las gotas, añicos de cristal, fueron la primera lluvia 
clavándose en la tierra húmeda y perdiéndose en las grietas de la sedienta.

Caminamos en un hilo hallando restos del enigma:
                                          Evidencia de la realidad.

Nuestras manos, siendo una 
          y con la mente al norte
pactaron tornar el anhelo en profecía. 

Entre el danzante despertar de cada día
Salió ese sol que nunca vi,
con ese futuro lleno de esperanza que se marchitaba con mi cuerpo. 

Y la nebulosa, fino velo sideral,
me  envolvió en su dulce escharcha
y emprendió el liviano vuelo…

Atravesamos las confusas nubes
         Traspasamos las tangibles capas de lo imaginario
y respiré sin aire. 

Me liberó al tiempo sin agujas y espacio sin dimensiones. 
Me arrastró el remolino con sabor a libertad,  
                     Hasta que su lengua aplacó las marea y lanzó una esfera como el dragón al fuego.

Me apuntó un dedo y la luz nació… 
Era un astro vibrante, cuyo acelerado palpitar desprendía brillo,
                                que cubría a los trovadores de la luna.
sintiendo sus pieles en cada polvo.          

Mónica Sosa Vásquez.