Capítulo Inédito.

Prefacio (Capítulo inédito 1)

Diégue salía furioso del departamento tras aporrear fuertemente la puerta de madera barata.
Bajó las escaleras con desesperación y al encontrarse fuera del edificio, sobre la Rue des Annelets, gritó tensando y contrayendo su cuerpo de manera que sus venas se delinearon como las raíces de un árbol. Las personas a su alrededor se asustaron y al verlo respirar como un toro acorralado, se alejaron. Diégue estaba harto de la esclavitud a la rutina, responsabilidad y vida de pareja. Amaba a Jean, realmente lo hacía pero por egoísta que sonara, se amaba más a sí mismo y al prometedor futuro que había creado en su mente a base de sueños. No estaba seguro de como podía estar junto a Lorraine en aquel departamento sucio y viejo cuyos aromas y tapices se enfermaban.
Sin duda alguna la quería o eso creía, pero lo que sea que sintiera, no era suficiente como para dejar atrás a su motor. No podía renunciar al jazz para vivir la vida que Lorraine deseaba.
A pesar de que hubo un momento en el que creyó que a su lado podía ser quien quisiera. Definitivamente estaba equivocado, no podría dejar de ser quien era. Si nunca lo logró por el mismo, menos por alguien más…

Jean no estaba en los planes de ninguno pero sucedió y Diégue nunca pensó en privarlo del derecho a la vida, a pesar de que Lorraine lo sugirió porque temía que Diégue la abandonara pues conocía sus ritmos y sabía que ella podría manejarlo pero él no. La consciencia de Diégue tuvo un papel importante en este caso, como casi nunca lo tuvo en su vida, e hizo una promesa de fidelidad a ella y a su hijo, pero este día la rompía… Diégue lloraba en la esquina de la cuadra del departamento cubriéndose el rostro hinchado y rojizo con las manos y dejando escapar algunos sollozos adoloridos.  

En la habitación de tapices con rombos azules, la tenue luz tintineaba logrando iluminar una cama destendida. Las sábanas que antes habían enredado sus cuerpos desnudos y escuchado las pláticas de media noche ahora se encontraban revueltas con ropa de Diégue que lanzó en su furia al amenazar, una vez más, con irse del departamento. En la esquina izquierda había una cuna de madera clara maltratada por los años. Sobre el suelo, un espejo partido en mil pedazos, unos grandes y otros apenas visibles. A lado de aquel rompecabezas se encontraba Lorraine hincada y sosteniendo a Jean en los brazos. El niño lloraba cada vez más fuerte y ella intentaba consolarlo cuando ni ella podía consolarse a sí misma.

Diégue estaba arrepentido de lo sucedido y maldecía con coraje su temperamento impulsivo. Regresaba hacia el departamento pero al encontrarse en la entrada, retornaba a la esquina. Las cosas habían estado así de mal durante un tiempo y sabía que seguirían de ese modo. Su hijo no tenía la culpa, y la verdad es que, tampoco Lorraine. El problema era él y a pesar de que sufría por ello, no estaba dispuesto a hacer lo necesario para arreglarlo. Tenía sólo veinte años, quería vivir y haber dado un gran paso con zancos significaba comerse parte de su vida. Una parte que toda la adolescencia estuvo desesperado por vivirla.

Tras pensar una vez más aquella idea con la que combatía cada noche, se rindió. Caminó hacia el departamento decidido, respiró hondo y entró. Subió con pasos lentos las obscuras escaleras deslizando hacia arriba la mano por el barandal metálico y frío. Escuchó que Lorraine cantaba algo pero no se entendía por lo quebradiza que estaba la frágil voz que intentaba ser dulce para arrullar a su hijo, pero aun así, destilaba un profundo dolor.

Diégue se asomó por el espacio entreabierto de la puerta y pudo ver que aún permanecía hincada y se balanceaba suavemente hacia adelante y atrás. La pobre luz le permitió ver las relucientes y cristalinas lágrimas que caían por su rostro. Aquella escena lo conmovió pero no lo suficiente para cambiar de opinión. Entró a la habitación sin mirar a Lorraine y en silencio, sacó una mochila debajo de la cama y metió en ella las prendas que yacían sobre las sábanas.

Lorraine lo observaba con los ojos hartos de llorar, las mejillas empapadas y  la quijada temblorosa. Dean por fin se había dormido y no se escuchaba absolutamente nada más que algunos sollozos que ella intentaba controlar, pero resultaba imposible. Diégue esquivaba su mirada aunque sentía su peso sobre él. Los mechones rubios de Lorraine permanecían pegados a su rostro y no tenía fuerzas para quitárselos.

Diégue no quería despedirse de ellos pero era necesario. Se iba y para siempre…
Se hincó e intentó acariciar a Lorraine pero ésta lo detuvo bruscamente con su mano. Diégue suspiró resignado, le dirigió una mirada a Jean, quien parecía un angelito, y lo besó en la frente.
Lorraine entendió todo a la perfección, no dijo ni hizo nada al respecto. Estaba cansada de haberlo hecho tantas veces, incluso le sorprendía que aún tuviera lágrimas para derramar.

Cuando Diégue salía por la puerta y le daba la espalda, Lorraine observó su reflejo distorsionado por los añicos del espejo y se sintió más destrozada que ellos. Diecinueve años, sola, con un bebe en brazos y el corazón roto… ¿ahora, qué haría? A pesar de que aún no sabía la respuesta a aquella pregunta, supo que ahora la fortaleza tenía que apoderarse de ella. No le quedaba de otra, ya no se trataba de ella sino de su hijo, Diégue, a quién a pesar de todo, incluso contra su propia voluntad siempre querría. Diégue volteó hacia ella y tomó el estuche negro que estaba a la izquierda de la puerta pero tras observarlo un momento, lo asentó sobre el suelo y lo abrió dejando a la vista una reluciente y rústica trompeta dorada con sus iniciales grabada en negro sobre la base. Entonces abrió la mochila negra, el sonido del zipper hizo que Lorraine cerrara los ojos por un instante, y sacó un sobre que besó y después asentó sobre el instrumento. Finalmente salió por la puerta, la cerró con delicadeza y bajó las escaleras dejando resbalar su mano por el barandal metálico. Antes de salir del departamento, observó por última vez el lugar y recordó cuando se mudó con Lorraine. Los besos apasionados que alimentaban la desesperación de llegar a la habitación y arrancarse las prendas. Entonces, salió del edificio y caminó por la angosta y eterna calle hasta alejarse tanto y parecer solo un punto negro a lo lejos y a final de cuentas, desaparecer de una buena vez por todas del panorama y de las vidas de Lorraine y Jean. 

Mónica Sosa Vásquez

Nota: Este capítulo iba a ser el primero de «Le trumpet de Eiffel» (Novela de mi autoría que me encuentro editando) pero finalmente fue eliminado por cuestiones de gusto. Se los comparto, esperando que les agrade.

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