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Archivos Mensuales: julio 2012

Conozco varias personas a las que les encanta la literatura más allá de leerla, pero sienten
que no vale la pena escribir porque, según ellos, no tienen nada que decir.
Respeto su opinión y la decisión de abstenerse de la pluma hasta que verdaderamente sientan la necesidad de recurrir a ella. 

En lo personal, tengo una opinión diferente… Creo que siempre tenemos algo que decir.
Tal vez no les interese a todos, quizá a casi nadie, pero si cada día tenemos vivencias que acarrean sentimientos y enseñanzas ¿cómo puede ser posible que no haya nada que decir?

Han existido grandes artistas que tratan de captar parte del mundo, de esa realidad
y época que les tocó vivir. Mientras otros vuelan y nos brindan ficciones que pueden
ser tan reales y verdaderas como queramos ¿A caso no hay nada que quieras captar?
¿Algo que no quieras que se olvide por lo importante que te parece? ¿No quieres
compartir tus sueños y utopías? De aquí pueden brotar millones de preguntas que
provocan al convencimiento.

Puede ser que no vayas a cambiar el mundo, pero puedes sembrar un semillita en algunas personas. Te sorprenderás cuando te des cuenta que al menos en una lo harás, tenlo por seguro, y esa eres tú. A través de las letras escritas por la mano propia uno descubre más sobre sí mismo, escarba y explora una cueva maravillosa, un pozo sin fondo que nunca termina de asombrarlo.

Al menos yo, no podría privarme de la satisfacción que me brindan las infinitas combinaciones de las 27 letras del alfabeto con su rigurosa ortografía, gramática compleja, las distintas caligrafías, etcétera.

Los invito a escribir, aventúrense… 

Mónica Sosa Vásquez.

No todos los cabellos bailan libremente con la brisa.
Se resisten porque creen que es rebeldía y le temen a esa palabra por los efectos secundarios de su significado.  Dicen que contiene demasiada libertad, pero, algunos sabemos que a la libertad se le llama rebeldía cuando las personas la vetan

Los prejuicios visten las acciones y los sentimientos más naturales y puros, de vergüenza. 
Es por eso que muchos no entienden el amor. 
No seré la experta, pero he amado. He dado un sorbito de lo que es
y puedo compartirles el sabor que ha dejado en mi vida…

Para él no hay color, edad, estatura, sexo, ni impedimento alguno. 
No tiene límites, esos los ponemos nosotros.
Por eso tenemos tantas broncas, pero no importa porque para todo hay solución, 
y para la desigualdad, el amor es la respuesta. 
Con el transformaremos el mundo.

Mónica Sosa Vásquez.

Nunca nos importó el dinero. Sólo necesitaba hojas y plumas mientras tú, pinturas y brochas.
El vestido, alimento y lo demás dependían de la suerte del día, por lo que nunca los tuvimos asegurados pero ¿qué más da? Siempre nos gustó lo incertidumbre.

Suena muy poético, pero nosotros sabemos lo mucho que  padecimos…
¡Cómo olvidar aquel calor sucio en el que nos abrazamos mientras llorabamos las horas!
Aunque quizá, ellas nos lloraban!

Pero nadie nos obligo, así lo quisimos e hicimos. Abrimos con desesperación nuestras jaulas para escapar. Gritamos “¡Arte y libertad!” y henos aquí… Sin arrepentirnos, ni de lo que nos deparó el entonces futuro, ahora presente.

Sonreímos; tu, sentado en el arrabal con los cuadros expuestos retratando realidades y utopías, y escribiendo en las esquinas de las servilletas y en las hojas de los árboles para después llevarlas de editorial en editorial. Vivimos bajo el mismo domo que los infelices, ricos y reprimidos, la diferencia es que el “hubiera” no esta en nuestro vocabulario.

Ellos lloran en su palacio y nosotros reímos en nuestra choza, ¿qué importa? Al final, a ambos nos espera la tumba.

 

Mónica Sosa Vásquez.

Prefacio (Capítulo inédito 1)

Diégue salía furioso del departamento tras aporrear fuertemente la puerta de madera barata.
Bajó las escaleras con desesperación y al encontrarse fuera del edificio, sobre la Rue des Annelets, gritó tensando y contrayendo su cuerpo de manera que sus venas se delinearon como las raíces de un árbol. Las personas a su alrededor se asustaron y al verlo respirar como un toro acorralado, se alejaron. Diégue estaba harto de la esclavitud a la rutina, responsabilidad y vida de pareja. Amaba a Jean, realmente lo hacía pero por egoísta que sonara, se amaba más a sí mismo y al prometedor futuro que había creado en su mente a base de sueños. No estaba seguro de como podía estar junto a Lorraine en aquel departamento sucio y viejo cuyos aromas y tapices se enfermaban.
Sin duda alguna la quería o eso creía, pero lo que sea que sintiera, no era suficiente como para dejar atrás a su motor. No podía renunciar al jazz para vivir la vida que Lorraine deseaba.
A pesar de que hubo un momento en el que creyó que a su lado podía ser quien quisiera. Definitivamente estaba equivocado, no podría dejar de ser quien era. Si nunca lo logró por el mismo, menos por alguien más…

Jean no estaba en los planes de ninguno pero sucedió y Diégue nunca pensó en privarlo del derecho a la vida, a pesar de que Lorraine lo sugirió porque temía que Diégue la abandonara pues conocía sus ritmos y sabía que ella podría manejarlo pero él no. La consciencia de Diégue tuvo un papel importante en este caso, como casi nunca lo tuvo en su vida, e hizo una promesa de fidelidad a ella y a su hijo, pero este día la rompía… Diégue lloraba en la esquina de la cuadra del departamento cubriéndose el rostro hinchado y rojizo con las manos y dejando escapar algunos sollozos adoloridos.  

En la habitación de tapices con rombos azules, la tenue luz tintineaba logrando iluminar una cama destendida. Las sábanas que antes habían enredado sus cuerpos desnudos y escuchado las pláticas de media noche ahora se encontraban revueltas con ropa de Diégue que lanzó en su furia al amenazar, una vez más, con irse del departamento. En la esquina izquierda había una cuna de madera clara maltratada por los años. Sobre el suelo, un espejo partido en mil pedazos, unos grandes y otros apenas visibles. A lado de aquel rompecabezas se encontraba Lorraine hincada y sosteniendo a Jean en los brazos. El niño lloraba cada vez más fuerte y ella intentaba consolarlo cuando ni ella podía consolarse a sí misma.

Diégue estaba arrepentido de lo sucedido y maldecía con coraje su temperamento impulsivo. Regresaba hacia el departamento pero al encontrarse en la entrada, retornaba a la esquina. Las cosas habían estado así de mal durante un tiempo y sabía que seguirían de ese modo. Su hijo no tenía la culpa, y la verdad es que, tampoco Lorraine. El problema era él y a pesar de que sufría por ello, no estaba dispuesto a hacer lo necesario para arreglarlo. Tenía sólo veinte años, quería vivir y haber dado un gran paso con zancos significaba comerse parte de su vida. Una parte que toda la adolescencia estuvo desesperado por vivirla.

Tras pensar una vez más aquella idea con la que combatía cada noche, se rindió. Caminó hacia el departamento decidido, respiró hondo y entró. Subió con pasos lentos las obscuras escaleras deslizando hacia arriba la mano por el barandal metálico y frío. Escuchó que Lorraine cantaba algo pero no se entendía por lo quebradiza que estaba la frágil voz que intentaba ser dulce para arrullar a su hijo, pero aun así, destilaba un profundo dolor.

Diégue se asomó por el espacio entreabierto de la puerta y pudo ver que aún permanecía hincada y se balanceaba suavemente hacia adelante y atrás. La pobre luz le permitió ver las relucientes y cristalinas lágrimas que caían por su rostro. Aquella escena lo conmovió pero no lo suficiente para cambiar de opinión. Entró a la habitación sin mirar a Lorraine y en silencio, sacó una mochila debajo de la cama y metió en ella las prendas que yacían sobre las sábanas.

Lorraine lo observaba con los ojos hartos de llorar, las mejillas empapadas y  la quijada temblorosa. Dean por fin se había dormido y no se escuchaba absolutamente nada más que algunos sollozos que ella intentaba controlar, pero resultaba imposible. Diégue esquivaba su mirada aunque sentía su peso sobre él. Los mechones rubios de Lorraine permanecían pegados a su rostro y no tenía fuerzas para quitárselos.

Diégue no quería despedirse de ellos pero era necesario. Se iba y para siempre…
Se hincó e intentó acariciar a Lorraine pero ésta lo detuvo bruscamente con su mano. Diégue suspiró resignado, le dirigió una mirada a Jean, quien parecía un angelito, y lo besó en la frente.
Lorraine entendió todo a la perfección, no dijo ni hizo nada al respecto. Estaba cansada de haberlo hecho tantas veces, incluso le sorprendía que aún tuviera lágrimas para derramar.

Cuando Diégue salía por la puerta y le daba la espalda, Lorraine observó su reflejo distorsionado por los añicos del espejo y se sintió más destrozada que ellos. Diecinueve años, sola, con un bebe en brazos y el corazón roto… ¿ahora, qué haría? A pesar de que aún no sabía la respuesta a aquella pregunta, supo que ahora la fortaleza tenía que apoderarse de ella. No le quedaba de otra, ya no se trataba de ella sino de su hijo, Diégue, a quién a pesar de todo, incluso contra su propia voluntad siempre querría. Diégue volteó hacia ella y tomó el estuche negro que estaba a la izquierda de la puerta pero tras observarlo un momento, lo asentó sobre el suelo y lo abrió dejando a la vista una reluciente y rústica trompeta dorada con sus iniciales grabada en negro sobre la base. Entonces abrió la mochila negra, el sonido del zipper hizo que Lorraine cerrara los ojos por un instante, y sacó un sobre que besó y después asentó sobre el instrumento. Finalmente salió por la puerta, la cerró con delicadeza y bajó las escaleras dejando resbalar su mano por el barandal metálico. Antes de salir del departamento, observó por última vez el lugar y recordó cuando se mudó con Lorraine. Los besos apasionados que alimentaban la desesperación de llegar a la habitación y arrancarse las prendas. Entonces, salió del edificio y caminó por la angosta y eterna calle hasta alejarse tanto y parecer solo un punto negro a lo lejos y a final de cuentas, desaparecer de una buena vez por todas del panorama y de las vidas de Lorraine y Jean. 

Mónica Sosa Vásquez

Nota: Este capítulo iba a ser el primero de «Le trumpet de Eiffel» (Novela de mi autoría que me encuentro editando) pero finalmente fue eliminado por cuestiones de gusto. Se los comparto, esperando que les agrade.

Las gotas, añicos de cristal, fueron la primera lluvia 
clavándose en la tierra húmeda y perdiéndose en las grietas de la sedienta.

Caminamos en un hilo hallando restos del enigma:
                                          Evidencia de la realidad.

Nuestras manos, siendo una 
          y con la mente al norte
pactaron tornar el anhelo en profecía. 

Entre el danzante despertar de cada día
Salió ese sol que nunca vi,
con ese futuro lleno de esperanza que se marchitaba con mi cuerpo. 

Y la nebulosa, fino velo sideral,
me  envolvió en su dulce escharcha
y emprendió el liviano vuelo…

Atravesamos las confusas nubes
         Traspasamos las tangibles capas de lo imaginario
y respiré sin aire. 

Me liberó al tiempo sin agujas y espacio sin dimensiones. 
Me arrastró el remolino con sabor a libertad,  
                     Hasta que su lengua aplacó las marea y lanzó una esfera como el dragón al fuego.

Me apuntó un dedo y la luz nació… 
Era un astro vibrante, cuyo acelerado palpitar desprendía brillo,
                                que cubría a los trovadores de la luna.
sintiendo sus pieles en cada polvo.          

Mónica Sosa Vásquez.

«Puedo escribir los versos más tristes esta noche»  Neruda

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: “La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.”

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como esta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche esta estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque este sea el ultimo dolor que ella me causa,
y estos sean los ultimos versos que yo le escribo.

Este poema es uno de mis favoritos del autor chileno Pablo Neruda, cuyo verdadero nombre es Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto. El día 12 de julio, o sea ayer, hubiese cumplido 108 años. Murió en Chile a los 69 años por un cáncer de próstata. El 21 de noviembre de 1971 se le premia con el Nobel de Literatura, y sus obras nos recuerdan cada día que era merecedor de el. El poema que he puesto previamente esta en un libro llamado «20 poemas de amor y una canción desesperada» Les recomiendo que lo lean en voz alta para poder experimentar mejor los sentimientos que intenta transmitir, sin duda amorosos, pero algunos, también melancólicos.

¿Cuál es tu poema favorito de Neruda?

Mónica Sosa Vásquez.

Cuando nazca el vencedor del tiempo todo volará menos lo que primero tuvo alas…

Nuestros cuerpos serán cenizas
arrojadas a la tierra
y nadie sabrá que pisan su destino,

Siempre añoramos el futuro
quien en su infinito cinismo nos succionó en un instante:

Detalle que escapo de nuestras lupas…

¿Recuerdas la soga de preguntas?
Nunca nos mató pero siempre nos torturó…
Nos gustaban las heridas que dejaba.
Divertía creer sanarlas con pobres intentos de respuestas.

Leerás estas hojas que al madurar abandonarán su blancura
pero sus palabras prevalecerán.

Juramos ser inspiración e impacto
y aunque siempre sonreímos,
con este poema supondré que no lo fuimos.

No seremos relatadas ni siquiera como mito
pero tuvimos lo que el pasado envidiaría,
el presente finge y el futuro desconocerá.

Estas palabras son crudas pero reales.
Ahora las dulces están listas para ser escritas
sin dejar de ser tan ciertas como las primeras.

Sólo por haber sido lo que fuimos:
un momento espectacular y fugaz en la historia de las vidas
nuestras almas serán diamantes incrustados,
en aquel lugar tan infinito como lo fueron nuestros sueños
Serán guardadas en alguna lejana colección sideral.

Mónica Sosa Vásquez.
(
Escrito hace un año y medio)

Fumar tiempo para algunos es matarlo, para otros clonarlo… No sé que es para mí.
Me cansé de pensar en qué creer porque acarrea un sin fin de preguntas y me gusta el papel que juegan los símbolos interrogativos es sólo que me están exasperando porque todos se angustian…
Se suicidan tantas veces al no encontrar la respuesta o al no saber si la que tienen es la verdadera.
 
Yo no soy nadie, ni tu, ni el, ni ellos para decir si lo es o no.
Nadie es nadie y por eso se convierte en alguien…
Los significados tienen la misma validez que le dieron sus inventores, los seguidores y nosotros, los que las sostenemos o destruimos cuando otro puede hacer lo contrario a lo que hicimos. 

Basamos este mundo al que calificamos como «real» en la subjetividad de los días y las vidas que lo transitan. 
Pero hay que culparnos, humanidad, porque no muchos soportan la locura del darse cuenta que nos paramos en la nada. Esa infinidad de la nada a la que tuvimos que llamarle todo para darle sentido a lo que somos. 

El título es esa frase o palabra que se te vino al terminar de leerlo.

Mónica Sosa Vásquez.  

Sonidos distorsionados traspasando bocinas y las mil máscaras bailando en una cara.
Los sentidos brincaban con sus filosos tacones sobre las consciencias, despedazándolas hasta arrancarles la voz y yo sentada en el sofá fascinada por las luces blancas que congelaban y derretían los cuerpos sobre cuerpos.

Llegó alguien, no intenté quitarle la máscara para evitar hablar y sobre el campo de caoba obscura enfiló cuatro líneas blancas. Sus polvos, perfectamente listos y creyéndose parte de algo, invitaban a sentirlos prometiendo hacer malabares de fuego en nosotros. No tardaron en convencer a tres, pero yo permanecía alejada, fingiendo indiferencia aunque cada vez me adentrara más en ese remolino sin escapatoria.

Mi fila esperaba con su patética soledad y la altivez quebrantada de mi mirada. Cada polvo cantó mi nombre desemplumándolo en varios tonos. Desde los más graves hasta los más dulces.
Me sonreían y seducían para arrastrarme a una de las tantas telarañas de las que siempre huímos, o deberíamos.
«Te gustará» susurró un sombrero negro.  Las opiniones lentas nunca me tentaron pero ya era demasiada resistencia y por orgullo a someterme a ella, la alejé. Le pedí a cada polvo que juraran por su estúpida existencia y su dios, probablemente encarcelado, que volarían. No les di tiempo de hacerlo cuando asesiné mi línea.

En un segundo cerré los párpados y el telón se cerró para el mundo pero se abrió para mi. Eran ellos recorriendo mi fracaso de máquina humana…
En otro, se asomó una gota de un rojo tan profundo como el fruto de Adán y Eva, y nacieron dos ríos paridos del mismo color. El telón se abrió, mostrando una blancura indigna de mí… y en el último segundo, un respiró cerca de ser asfixiado por la pestilencia de esta vida y los ríos que se deslizaban de las fosas como cascadas, se despidió. A su manera, a la mía. No dijo mucho pero alguien lo haría en un futuro, incluso me acreditaría lo que nunca fui, atención que se agradece, y ¿para qué hacer lo que otros pueden hacer?

Nunca entendí porque tenía tanto miedo de caer de la línea blanca, delgada cuerda floja, si morir es más rápido y fácil que vivir.

Mónica Sosa Vásquez.